sábado, setembro 09, 2006

Leituras de Verão1

El Siglo é uma espécie de romance maldito de um dos meus escritores preferidos, Javier Marías, autor de obras-primas como Coração tão Branco e Amanhã na Batalha pensa em mim. O livro saiu em 1982, antes da consagração do escritor, e passou despercebido. Teve edições posteriores sem grande sucesso. É a história de um homem que fracassa nas suas intenções de se tornar um mártir por amor e um herói de guerra, convertendo-se em delator. Os capítulos ímpares estão escritos na primeira pessoa e os pares na terceira. Este Verão li uma edição de bolso de El Siglo, em castelhano. Não me encheu as medidas. Reservo uma opinião definitiva sobre a obra para uma segunda leitura. Mas gostei bastante do capítulo VI, intitulado «Lisboa». Transcrevo aqui um excerto:
«No tardó Lisboa en asimilarlo, pues es la ciudad adecuada para los exiliados que no quieren hacer mucho ruido, sino pasar desapercibidos tentando al tiempo a que siga su ejemplo; para los traficantes menores de mercancías oscuras, tan apocados y pusilánimes en su delincuencia, con tan poca ganancia tras sus travesías que ni siquiera pueden permitirse el lujo de correr un riesgo demasiado alto; para los fugitivos sin culpa, indecisos y desorientados, que al final optan siempre por dirigirse al ocaso; para los personajes pacíficos y temerosos que, no deseando ver ni oír mucho ni tampoco ser detectados, se aseguran una cierta ceguera y una cierta sordera al volverse hacia las estribaciones del Océano Atlántico, tan uniforme e inescrutable y estrepitoso. Sin embargo Lisboa, que los alberga a todos cuando se lo piden, no cierra a escuchar y espiar las pisadas del siglo con atención y cuidado, contentándose con atisbarlo de lejos en medio de sus convulsiones sin tomar parte en ellas. A diferencia de algunas capitales del norte, tan adormecidas por los prolongados letargos del invierno invidente; o de algunas del este, que sufren los vaivenes y vicisitudes de la fortuna con la cabeza gacha para esquivar los mandobles que sobre ellas se cruzan; o de sus primas del sur, demasiado excitadas y activas para detenerse de vez en cuando a otear o a contar las pulsaciones de los sucesivos años, Lisboa mira. Mira, pero no juzga. Es como el testigo silencioso del continente, al cual, desde su occidente extremo, contempla a medida que es iluminado por el sol que avanza. Mira de reojo para que no la deslumbre el astro, ya a veces, aburrida, le da la espalda. Es un lugar acolchado y tenue, sesgado, que se aparece como en un estado de potencialidad infinita, de inacabables morosidad y recato. Hace ostentación continua de sus numerosas reservas – que están siempre intactas -, pero como garantizando que no va emplearlas, como con la promesa de que jamás se dejará embaucar para hacer uso de ellas; o, lo que es lo mismo, de que nunca caerá en el error de competir o ponerse a tono con sus vecinos, de incorporarse a los acontecimientos de un mundo que está acostumbrada a observar y que suele tocarla de refilón tan sólo.»